El Misterioso Caso de Charles Howlet: III


El Museo Británico ya era mucho antes de 1941 lugar de reposo de antiguos reyes egipcios, depositario de algunas de las más valiosas antigüedades de la civilización occidental y el referente europeo del saber y la cultura de la humanidad. Sin embargo, muchas de estas piezas, de un valor incalculable, habían tenido que ser evacuadas de manera apresurada desde que empezara la batalla de Inglaterra en Julio de 1940 por el temor a que sufrieran algún daño durante los intensos bombardeos de la Luftwaffe. De hecho, el museo estuvo cerrado al público y sólo algunos valientes se atrevieron a seguir trabajando entre sus muros vacíos, siempre con el temor a que una bomba atravesara los techos de la galería principal, haciéndoles volar por los aires junto a los tesoros que guardaban.
El profesor Howlet era uno de esos valientes que se preocupaba de hacer inventario de todas las posesiones de Museo, salvaguardando aquellas menos importantes que se habían escondido en los sótanos -pues, en su desesperación, la dirección del Museo había tenido que verse obligada a catalogar y a elegir en función de su valor qué piezas de la colección tenían que ser evacuadas con más rapidez, relegando otras muchas a un plano secundario-, cubiertas por unas pobres mantas que las protegieran del polvo y algún eventual derrumbamiento y con la esperanza de que no sufrieran muchos desperfectos. Howlet acudía con asiduidad a su despacho en los pisos superiores del hermoso edificio, para poder trabajar tranquilo y sin que nadie lo molestara. Resultado de sus colaboraciones con mi abuelo, era que éste conocía el apego que tenía el difunto profesor a su lugar de trabajo, donde pasaba muchas más horas que en la universidad -huelga decir que, en su paranoia, estar encerrado en su despacho cuando sabía a ciencia cierta que no había nadie más en el edificio era una de las pocas situaciones que su enfermiza mente encontraba tranquilizadoras-. Si el profesor Howlet hubiera ocultado algo importante, habría sido entre aquellos muros, no en su casa privada, al alcance de cualquier ratero ocasional que pudiera colarse furtivamente una noche al azar.

- ¿Puedo preguntarle a qué viene su repentino interés en el museo, doctor? -inquirió el profesor Falschtein cuando él y mi abuelo se apearon del coche-. De todas formas, está cerrado.

- La verdad es que no había pensado en eso -se apenó mi abuelo. Nunca llegó a acostumbrarse a la idea de que el Museo cerrase sus puertas, a pesar de que vivió los dos únicos momentos en su historia en que tuvo que darse tal circunstancia, que fue durante la primera y la segunda guerra mundial-. Pero tengo la seguridad de que los hombres que mataron al profesor estaban tras su diario. Y creo saber dónde está escondido. Debemos entrar en el edificio de alguna manera...

Habían dejado el Bentley aparcado de cualquier manera a un lado de Great Russell street, y mi abuelo se aferraba a los barrotes de la valla exterior del museo, mirando con melancolía la fachada principal del edificio, desde el cual el conjunto escultórico instalado en su frontón parecía mirarle y reírse de él. La hermosa entrada, con sus imponentes columnas jónicas, estaba a tan sólo unas yardas de donde ellos se encontraban, y sin embargo se le hacía tristemente lejana e inalcanzable. Mientras tanto, el profesor Falschtein paseaba a lo largo de los barrotes, dando pequeños tirones, con la certeza de que no se moverían en absoluto. No obstante, miró alrededor. La calle Great Russel, bastante céntrica, estaba absolutamente despoblaba y por doquier se podían ver los estragos que habían causado las bombas de la Luftwaffe el año anterior y que también habían afectado en parte a ciertas zonas del museo. Aprovechando la coyuntura, y sabiéndose completamente solos en la calle a esas horas -no en vano eran ya cerca de las cinco de la tarde-, ante la completa estupefacción de mi abuelo, el profesor se quitó su gabán y lo dejó junto con su paraguas, su maletín y su sombrero en la acera, encajó uno de sus pies en el pequeño espacio que quedaba entre un barrote y el pomo inferior que embellecía la juntura con la parte de abajo de la enorme valla, de más de cinco metros de alto. Usando la fuerza de sus brazos, como si fuera un simio, se impulsó hacia arriba y en un abrir y cerrar de ojos ya se había encaramado a la cima, dispuesto para saltar al otro lado.

- ¡¿Pero qué está usted haciendo?! -exclamó mi abuelo, horrorizado-. ¡Se va a partir la crisma, por el amor de Dios!

Haciendo caso omiso a las apelaciones de su guía, el alemán esquivó con agilidad felina las picas que coronaban la reja y se dejó deslizar hasta el suelo por la parte interior del recinto.

- ¿Dónde esconden las llaves en este lugar? -le preguntó a mi abuelo a través de la valla.

- En... en la... -tartamudeó el interpelado, sin salir de su asombro-. En la conserjería debería haber una copia de las llaves de la verja -a pesar de la sorpresa, consiguió la suficiente claridad mental para añadir-: Pero ¿cómo piensa acceder al edificio?

- Eso déjemelo a mí -contestó el otro, secamente-. ¿Hay alguna otra puerta para entrar?

- Yo suelo entrar por la puerta que hay en Montague street, justo enfrente de la antigua casa Montagu...

- Reúnase comnigo allí. Por favor, coja mis cosas y actúe con discreción.

Y dicho eso, el alemán corrió hacia el interior de la finca como alma que lleva el diablo. Temblando por la posibilidad de que un guardia, o peor, un soldado, les descubriera intentando llevar a cabo un saqueo en toda regla -¡un Saqueo!- mi abuelo comenzó a sudar profusamente, a pesar del frío invierno inglés. En lo que iba de mañana, había allanado una casa, extraído pruebas de la escena de un crimen, ocultado información sobre un delito a la policía, sido cómplice de vandalismo y ahora se disponía a robar un diario de un amigo suyo, que encima había sido asesinado recientemente. Y para colmo, se había asociado con un completo desconocido que, por lo que sabía de él, perfectamente podría ser un inofensivo antropólogo, como decía ser, o bien un espía nazi. No cabía duda de que su forma física era extraordinaria, cosa muy rara entre los eruditos, y que estuviera dispuesto a correr tantos riesgos por una corazonada suya resultaba de lo más inquietante. Por otro lado, esa historia era descabellada. Había conocido a Ivan esa misma mañana y era fruto de la más absoluta casualidad que ambos hombres estuvieran allí en ese momento. ¿O no? ¿Y si todo aquello hubiera sido una intriga exquisitamente planeada? Y si así fuera ¿qué pintaba él en ese asunto? ¿Y por qué tantas molestias por la investigación de un historiador sobre una cultura de la otra punta del mundo?
A esas alturas, mi abuelo pensaba que la paranoia de su amigo Charles Howlet se le había debido contagiar. Era fácil traumatizarse después de todo lo que había vivido esa mañana -probablemente más sobresaltos que en toda su vida junta-. Todos sus temores, fueran o no infundados, le acompañaron mientras recogía los avíos del profesor Falschtein y se encaminaba hacia el Norte por Great Russell street, hasta la esquina con Montague, por la que caminó en dirección Oeste, siguiendo el recorrido que marcaba la verja que separaba los sagrados muros del saber del Museo Británico, que se disponía a profanar, del resto del mundo. A su derecha, al final de la calle, se podía adivinar la antigua Casa Montagu, que en un principio fuera la primera sede del Museo Británico, hasta que el volumen que alcanzó su magnífica colección fue suficientemente grande como para combar desde el interior la fachada del gran edificio. Y es que en los tiempos de mi abuelo, la actual sede del Museo aún no había cumplido los cien años, con lo que era relativamente moderna. Llegaba ya a la, por decirlo de alguna manera, puerta trasera del Museo, cuando vio a un solitario soldado pasar al otro lado de la calle. No parecía estar de servicio, por cuanto llevaba la camisa remangada y desabrochados los primeros botones de la misma. De hecho, hasta le saludó jovialmente, gesto que mi abuelo sólo supo contestar con una tímida sonrisa cincelada sobre una pétrea mueca de terror que disimuló como pudo. El soldado británico pasó de largo y se perdió calle abajo, momento en que mi abuelo se dio cuenta de que había dejado de respirar y soltó un amplio suspiro de alivio.
La espera se le hizo eterna a mi abuelo. Quizá había pasado ya más de media hora desde que el profesor Flaschtein había saltado la valla del Museo, cuando oyó tras él el leve claqueteo del mecanismo de una cerradura al ser manipulado. Al girar sobre sus goznes, la negra puerta del museo se abrió levemente y de su interior se escurrió hacia afuera la figura del alemán, con un manojo de llaves en su mano izquierda. El profesor bajó rápidamente las escaleras y llegó hasta la verja y comenzó a probar llaves hasta que finalmente dio con la que abría la cerradura de la pesada hoja, de la que tiró para dejar pasar a mi abuelo. Furtivamente, los dos se introdujeron en el edificio sin mediar palabra alguna, pues no era necesario puntualizar ni la ilegalidad del acto en sí ni la premura necesaria en su ejecución. El profesor tuvo que ayudar a mi abuelo, debido a su cojera, para que pudiera subir las escaleras con rapidez, y luego bajó a dejar la puerta de la verja cerrada, pero sin echar la llave, para tener una vía de escape preparada en caso de que se impusiera una retirada urgente.

- Doctor -aventuró Falschtein para iniciar la conversación. Su voz resonó en las paredes del desierto pasillo, lo que sobresaltó un poco a mi abuelo, de modo que bajó un poco la voz cuando hizo su pregunta-, ¿sería tan amable de pasarme mis cosas?

Estupefacto y aterrado, mi abuelo se las tendió. El pasillo se introducía en el interior del Museo y a ambos lados había puertas que daban a diferentes salas, bien a despachos de los jefes de un departamento en concreto o bien a salas de almacenamiento o de preparación de exposiciones. La luz de la tarde comenzaba a decaer, pero aún podía verse suficientemente bien como para no necesitar ninguna luz auxiliar. Avanzaron por los pasillos interiores y las salas de exposiciones ahora casi vacías. El ambiente del lugar se les hizo de lo más lúgubre y opresor, a pesar de los amplios espacios despejados. Quizá mi abuelo, tan acostumbrado como estaba a ver las vitrinas y los dioramas repletos de antigüedades y representaciones de otras épocas, veía en el vacío que habían dejado las obras de arte de la antigüedad las sombras acechantes que acosaban a su amigo, el profesor Howlet, pues durante lo que duró la intrusión en el Museo no podía dejar de mirar en todas direcciones. Los ecos de sus pisadas resonaban en cada rincón de cada sala que atravesaban; cualquier movimiento en la iluminación del lugar -sobre todo la creciente oscuridad- se percibía como una amenaza y sus respiraciones eran agitadas y les resonaban en el oído interno.
Finalmente, llegaron hasta su destino. El letrero en la puerta decía Prof. Charles Howlet, Dir. Dep. Bibliografía. Mi abuelo probó el pomo de la puerta y comprobó que estaba abierto, una vez más. Se detuvo en el umbral.

- ¿Ocurre algo, doctor? -Preguntó el profesor Falschtein.

- La puerta está abierta -respondió mi abuelo-. Charles nunca dejaba la puerta de su despacho abierta.

Los dos hombres intercambiaron una mirada de preocupación y, haciendo de tripas corazón, se internaron en el despacho. Para su sorpresa, estaba todo ordenado. Ni muebles rotos, ni libros sacados de sus estantes, ni papeles desperdigados. Parecía que todo estaba exactamente como el profesor Howlet lo dejó la última vez que estuvo allí. Era otro misterio más en el que pensar más adelante. Sin perder ni un instante más, mi abuelo corrió hasta el escritorio del profesor Howlet, apartando el sillón de cuero donde éste solía sentarse de un empujón. Rebuscó en los bolsillos de su chaleco hasta encontrar la pequeña llave de plata que había encontrado atada en el collar de la gata de su amigo y la introdujo en la cerradura de uno de los cajones de la parte izquierda del mueble. El mecanismo cedió con facilidad al giro de la llave, que encajaba perfectamente, y dejó libre el acceso a su contenido, que mi abuelo comprobó que eran nada más que números atrasados de la revista de la Sociedad Histórica. Extrañado, mi abuelo las extrajo y comprobó si acaso entre sus páginas hubiera alguna nota, o algo que proporcionara otra pista, pero sólo pudo hallar unas fotografías de una mujer desnuda posando de manera provocativa. Furioso por la frustración, mi abuelo tiró las revistas al suelo y miró una vez más el interior del cajón.
Estaba vacío.
Abatido y avergonzado, se dejó caer sobre el sillón de su amigo. Tanto esfuerzo, tantos riesgos que habían corrido por una corazonada suya, todo para nada. Se pasó una mano por la cara y se mordió el índice, como hacía siempre que estaba frustrado. Sentado en aquel despacho oscuro y solitario, mi abuelo tomó consciencia de la situación una vez más y a punto estuvo de darse por vencido y decirle a Falschtein que salieran de allí y fueran corriendo a la jefatura de policía para dar parte del asesinato de su amigo, cuando el alemán, que llevaba un rato parado junto al escritorio mirándolo con interés, se adelantó para escudriñar el interior de la gaveta. Se arrodilló delante de la mesa e introdujo su brazo en el interior del cajón, palpando con la mano derecha, mientras con la izquierda presionaba el fondo por fuera y desde abajo, con el fin de comprobar si la madera cedía ante su empuje. Luego, introdujo la mano derecha más profundamente en el interior del mueble, para alcanzar la parte posterior, ante la mirada atónita de mi abuelo. Se oyó un clac y la base del cajón se elevó ligeramente, revelando un doble fondo. Allí estaba. Un libro, tamaño cuartilla, encuadernado en piel y atado con una cinta roja. Además del diario había varias cartas abiertas y separadas por sus remitentes. El fajo más gordo llevaba adjunta una nota donde el profesor había escrito la dirección de quien las envió, seguramente para no olvidarla. Mi abuelo no podía siquiera sospechar lo que acababa de encontrar. La dirección que rezaba en la nota era
Dr. Christopher Reimi
1788 Clearview Rd.
3114 Dover,
Condado de Kent, Inglaterra.
Hoy en día pienso que quizá si mi abuelo hubiera leído el contenido de aquellas cartas en ese mismo instante, quizá hubiera sido advertencia suficiente como para dejar todo lo que estaban haciendo y salir corriendo sin mirar atrás, pues los terrores que mencionan -aún hoy día las conservo, pues una mórbida curiosidad se termina adueñando de mi toda vez que me intento proponer destruirlas- creo que son tales que no debieran ser siquiera conocidos o pronunciados por voz alguna.
No obstante, ni mi abuelo ni el profesor Falschtein tuvieron tiempo de reflexionar sobre el hallazgo que acababan de realizar, pues el ruido de pisadas proveniente de los pasillos los alertó. Recogieron apresuradamente tanto la correspondencia como el diario del profesor Howlet, ordenaron todo y volvieron a cerrar el cajón con llave. Falschtein abrió ligeramente la puerta del despacho para ver si podía descubrir la procedencia de las pisadas, y alcanzó a vislumbrar un de haz de luz moviéndose de lado a lado del pasillo.

- ¡Hay que salir de aquí! -susurró Falschtein, con urgencia.

- ¿Quién es? -inquirió mi abuelo, muerto de miedo al ver que Falschtein parecía estar perdiendo la sangre fría que había demostrado hasta ahora.

No obtuvo una respuesta, pues el alemán se dedicó a examinar posibles salidas. Lo primero que miró, procurando pisar siempre sobre la alfombra para hacer el mínimo ruido posible, fue la ventana, situada en un segundo piso del edificio. Sería inútil intentar bajar por la pared del edificio, pues no ofrecía suficientes puntos de apoyo, y saltar desde la ventana era un suicidio. Finalmente, optó por decirle a mi abuelo que se agazapara en una esquina y que no hiciera ruido, mientras él, armado con una geoda que había sobre el escritorio de Howlet, se parapetaba tras la puerta. Mi abuelo corrió a refugiarse tras el globo terráqueo que había en la esquina de la pared opuesta a donde se encontraba el escritorio del profesor, de manera que quedase fuera del alcance visual desde la entrada del despacho, mientras se guardaba las cartas y el diario que habían encontrado en los bolsillos de su chaqueta.
Entonces, según se abrió la puerta, vieron cómo la luz de una linterna se escurría hacia el interior de la habitación, seguida por un hombre embozado en una gabardina y con un sombrero de ala estrecha en la cabeza. Sin darle tiempo siquiera a mirar hacia los lados, Flaschtein se arrojó sobre él, dejando caer la geoda sobre la cabeza del hombre con todas sus fuerzas. El mineral se rompió en pedazos por la fuerza del impacto, y el intruso cayó al suelo, en silencio, sin emitir ni un solo gemido y completamente inconsciente, debido a la contusión. Un hilillo de sangre le resbaló desde la coronilla hasta la frente y mi abuelo tuvo que llevarse la mano a la boca para contener un grito de terror al ver aquella dantesca escena.

- Pero... ¡Por el amor de...! -balbuceaba mi abuelo-. ¿Lo ha...? ¿Está...?

El profesor alemán no contestó. Simplemente se limitó a registrar el cuerpo del hombre que acababa de abatir. Sacó su cartera del bolsillo trasero del pantalón, la abrió y profirió algún tipo de juramento en alemán. Llevaba una pasaporte austríaco y documentación a nombre de un tal Ewald Finz. Ante los ojos atónitos de mi abuelo, le quitó la chaqueta al tipo y le subió la manga de la camisa hasta dejársela justo por debajo del hombro. El individuo llevaba un tatuaje con los caracteres 0+ a unas dos pulgadas por debajo de la axila. Falschtein dio un respingo y se le abrieron los ojos como platos.
Sólo puedo imaginar el miedo que debió sentir mi abuelo cuando el profesor le explicó que aquello era una práctica común dentro de las SS. Sus miembros se tatuaban el grupo sanguíneo con el fin de ahorrar tiempo en los hospitales, lo que salvaba muchas vidas. Aquello era una señal bastante significativa, pero por si fuera poco, el profesor encontró, oculto en los pliegues de la gabardian, que rasgó con la ayuda de un abrecartas, los papeles que lo identificaban como miembro de la Schutzstaffel. Creo que fue en aquel momento cuando comenzó a perder la razón definitivamente, pues ¿quién no lo haría en su situación? Puede que después de todo el viejo Howlet tuviera razón al mostrarse tan desconfiado y paranoico.
Cuando consiguió alzar la vista de los papeles, se encontró con que el profesor Falschtein estaba sacando, de una sobaquera que llevaba el presunto espía, una pistola Walther P38 de 9mm. La reglamentaria del ejército alemán.

- Tiene que haber otro -le dijo Falschtein a mi abuelo, que ya no le escuchaba, paralizado como estaba por el asombro y el terror-. Las SS siempre envían a sus agentes en parejas. Seguramente esté abajo, vigilando las salidas.
Por fin, mi abuelo consiguió reunir el coraje para preguntar lo que le rondaba por la cabeza.

- ¿Qué diablos está ocurriendo aquí? -casi gritó, pero el sentido común aún parecía funcionarle lo suficiente como para saber que alzar demasiado la voz sería una imprudencia.

- No hay tiempo para explicaciones, doctor -espetó el profesor-. Tenemos que salir de aquí antes de que venga el otro. Ya sé que no tiene ningún motivo para ello, pero por favor, confíe usted en mí. Luego le explicaré todo.

Personalmente, no puedo comprender las razones que llevaron a mi abuelo a terminar siguiendo al profesor Falschtein en ese momento si no fue la curiosidad o el instinto de supervivencia lo que le impulsó a ello. El caso es que el alemán salió, liderando el camino, mientras mi abuelo empuñaba la linterna del agente de las SS con la intención de deslumbrar a quien se encontrasen en su trayecto. La sensación de pánico había dado lugar a una indescriptible tensión que le mantenía en constante estado de alerta mientras deshacían todo el camino que les había llevado hasta el despacho por el interior del Museo. La puerta por la que habían entrado estaba cerrada, pero la verja exterior estaba sólo entornada. Era obvio que el agente había accedido al edificio por el mismo lugar que ellos. Falschtein le dijo a mi abuelo que le esperara mientras traía el coche, pues no veía señal alguna del otro agente en los alrededores. Con su cojera, habría resultado un blanco demasiado fácil, y los agentes del Reich no eran nada amables con los prisioneros de guerra. Aterrorizado como estaba, pero tenso y alerta a cualquier movimiento sospechoso, mi abuelo cogió la pistola que le ofrecía el alemán, por si acaso la necesitara en su ausencia. En sus notas, mi abuelo dice que si hubiera tenido que usarla, no habría sabido ni por qué lado se disparaba, pero que se sintió tranquilo sólo por la sensación de tener aquel arma entre sus manos en aquella situación desesperada. Afortunadamente, no tuvo que esperar mucho, y agradeció al cielo y a todos los santos la excelente forma física del profesor Falschtein cuando vio que éste traía su Bentley y lo subía a la acera para facilitarle el acceso. Mi abuelo renqueó por las escaleras, debido a su cojera, y mientras lo hacía, pudo ver como otro coche, un Rover Meteor del 34 de color marrón pálido se acercaba hasta ellos desde la esquina Montague con Great Russel. Apresurándose, consiguió llegar hasta el asiento del copiloto, y no llegó ni a cerrar la puerta cuando Falschtein, que había advertido al segundo vehículo por el retrovisor, arrancó a toda prisa, lo que dio comienzo a una demencial carrera por las calles de Londres.
El profesor era un conductor excelente, como pudo comprobar mi abuelo, que se aferraba a la manecilla superior del habitáculo para no desplazarse cuando tomaban las curvas casi haciendo derrapar el coche. Sin embargo, fueron los conocimientos de mi abuelo sobre las callejuelas del lugar lo que les proporcionó finalmente la oportunidad de despistar al Rover marrón, que no fue capaz de seguirles la pista desde la Montague street, donde giraron a la derecha en el Russell Square, sólo para perderse entre los estrechos callejones cercanos a Guildford street. A pesar de la habilidad del alemán, el Rover Meteor aún no se despegaba de ellos, salvo cuando llegaban a un tramo con curvas, donde la trazada de Falschtein parecía ser claramente superior a la de su perseguidor. Teniendo esto en mente, mi abuelo sugirió tomar Gray's Inn road hacia el sur, hasta Elm street, donde girarían al norte de nuevo y tomarían calles secundarias que les permitirían sacar ventaja gracias a la superior conducción del profesor. Así lo hicieron y para cuando llegaron a King's Cross ya habían perdido de vista el vehículo marrón. Mi abuelo entonces se repantigó en su asiento del Bentley y respiró por fin, dando la enhorabuena al alemán por sus dotes automovilísticas.
Pero este breve momento de alegría fue solo el preludio de inquietantes revelaciones.



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