El Misterioso Caso de Charles Howlet: II


A pesar de lo largo del viaje y lo incómodo de realizar todo el trayecto sentado en los retorcidos bancos de los vagones del tren que unía Londres con el este de Inglaterra, mi abuelo no perdió ni un segundo de su tiempo al ir a su apartamento de la calle Cornfield y recoger su automóvil, un Bentley Blue Train del 29, y dirigirse a toda prisa hacia la casa del Profesor Howlet.
Charles Howlet no era un hombre al que le gustara el bullicio de la ciudad. Se notaba en el hecho de que vivía a unas seis millas a las afueras de Londres, en una casa de estilo victoriano, con filigranas talladas en las barandillas del porche, un embellecimiento de madera blanca colocado bajo el ala que sobresalía del tejado y un chaflán convertido en un amplio ventanal en la esquina suroeste de la casa, tras cuyos cristales se adivinaban unos blancos visillos que impedían ver el interior de la casa. Rodeaba toda la finca una valla de madera de unos dos metros de alto, pintada también de blanco, y asaltada y derrotada por la hiedra que crecía en el interior del patio trasero y que con los años se había ido extendiendo por toda la superficie del vallado posterior. La casa, además, estaba situada al final de un camino de tierra anexo a la carretera principal que une Londres con Denham. El camino no llevaba a ninguna otra parte, aparte de la casa del Profesor Howlet, ya que el acceso a otros pueblos de la periferia, como Hillingdon o Ruislip estaban mejor comunicados.
Precisamente por eso mismo le extrañó a mi abuelo encontrarse de frente con un taxi cuando recorría el estrecho sendero de tierra con su coche, apenas unas rodaduras en la hierba. Al fijarse en el interior, el taxista le saludó educadamente, agradeciéndole que le cediera el paso, pero pudo ver que aparte del conductor el coche estaba vacío. ¿Sería posible que Charles Howlet hubiera tomado un taxi para volver a su casa desde Londres o uno de los pueblos cercanos? La idea era un tanto descabellada, en tanto que ya he hecho hincapié en la intensa paranoia en la que la mente del profesor parecía estar sumida. Además, estaba el hecho de que disponía de un coche propio y no tenía ninguna necesidad de pagar por el servicio de un extraño.
Con estas alocadas ideas en mente, mi abuelo continuó la travesía por aquel camino con cuidado, para que la mecánica de su coche no sufriera en exceso, pero a buen ritmo, pues le extrañaba mucho todo lo sucedido hasta ahora. Pero más extraño fue aún el hecho de encontrarse frente a la valla de la casa de Howlet a un hombre alto, bien vestido, abrigado con un gabán gris, tocado con un bombín y apoyado en su paraguas con la mano izquierda mientras que con la derecha portaba un maletín, escrutando la casa y tratando de ver algo en su interior sin atreverse a traspasar la puerta de la valla.
Al percibir este hombre el coche de mi abuelo, corrió hacia él y con un marcado acento alemán y mucha educación le dijo:

-Perdone que le moleste, caballero, pero ¿es ésta la casa del profesor Charles Howlet, de la Universidad de Londres?

Sorprendido, pues no esperaba ni mucho menos encontrar a nadie más allí, mi abuelo escudriñó al hombre de arriba abajo. Se trataba de un hombre con rasgos claramente arios, que tan de moda estaban en la Alemania nacional-socialista. Llevaba el pelo rubio perfectamente peinado con la raya a la derecha y sus ojos hundidos se escondían tras unas gafas redondas de cristal. El hombre medía cerca de un metro ochenta y estaba en bastante buena forma física, cosa que sorprendió aún más a mi abuelo cuando el desconocido se presentó y reveló su profesión.

- Sí, es aquí -respondió mi abuelo-. Soy el doctor Brighton, profesor de filología inglesa en la universidad. Yo también venía a ver al profesor, somos amigos desde hace tiempo. ¿Usted es...?

- Oh, lo siento mucho -se disculpó el alemán, cambiando el maletín de mano y ofreciéndole la diestra a mi abuelo-. Me llamo Ivan. Profesor Ivan Falschtein, de la Facultad de Antropología de la universidad de Berlín. Desde hace algún tiempo vengo ayudando al profesor Howlet con una investigación y me ofrecí a venir a... ¿cómo se dice? A echarle una mano, aprovechando que me estoy tomando un año sabático -Falschtein rebuscaba entre sus ropas mientras hablaba y finalmente dio con lo que buscaba: un telegrama arrugado, firmado por Howlet, en el que quedaban para el domingo, día 16 de Febrero de 1941 y le invitaba a su casa, cuya dirección, según decía el telegrama, le había proporcionado en anteriores cartas. Se lo tendió a mi abuelo, que lo leyó mientras el profesor alemán seguía hablando-. Quedó en que me recogería hoy en la estación pero al ver que no aparecía decidí tomar un taxi y venir hasta aquí por mi cuenta. Sin embargo, he llamado al timbre y no contesta nadie.

Aquello extrañó aún más, si cabe, a mi abuelo. Ya era raro que Howlet no apareciera para una cita tan importante como algo relacionado con sus investigaciones, teniendo además la descortesía de plantar a un colega, pero que no estuviera en su casa un domingo por la mañana, resultaba ya escalofriante. Dejando a un lado sus sombríos pensamientos sobre lo que fuera que le podía haber pasado a su amigo, se dirigió junto con el profesor Falschtein hacia la puerta principal y llamó una vez más al timbre de la puerta, que resonó en el silencioso interior de la casa con un zumbido eléctrico y ruidoso, pero nadie acudió a abrir. Tras insistir un poco más, acabaron dándose por vencidos, sin embargo, la inquietud de mi abuelo le impulsó a dejar de lado todo decoro y a anunciarle a su nuevo compañero que intentaría llamar a la puerta trasera, y que mientras tanto insistiera un rato más y vigilase, no fuera que Howlet hubiera salido a dar un paseo y volviera sólo para encontrárselos intentando allanar su casa. La pobre excusa del paseo pareció complacer al alemán, que no debía estar demasiado al tanto de los hábitos de Howlet. Tanto mejor, pensó mi abuelo, pues no había necesidad de sobresaltarlo con las terribles ideas que por entonces se le habían pasado ya por la cabeza.
Dio la vuelta a la casa y se metió por la portezuela que daba al patio posterior, con un césped que otrora hubiera estado bastante bien cuidado, pero que en ese momento era víctima del desinterés más acentuado, mal cortado y con pisadas por todas partes, haciendo caso omiso del sendero de piedra que lo cruzaba. Las flores de las macetas estaban marchitas y medio muertas. Era obvio que Howlet ya no tenía tiempo para preocuparse por su jardín y que cuando lo hacía era apresuradamente y sin el mismo mimo que le hubiera dedicado en tiempos pretéritos.
Lentamente, mi abuelo llegó hasta la puerta trasera, que sabía que daba a la cocina y que Howlet siempre dejaba cerrada con un pestillo interior que había instalado hacía poco tiempo. Sin embargo, al llamar y no obtener respuesta, probó la manija y se encontró que dicha puerta estaba abierta. No cabe expresar con palabras el miedo que le invadió, pues de alguna manera ya intuía lo que iba a encontrar dentro de aquella casa. Por la cocina parecía que había pasado un violento huracán que había abierto todos los muebles -¡hasta el horno estaba abierto!- y arrojado con furia su contenido sobre el piso embaldosado. Los cajones estaban arrancados de sus raíles y los cubiertos y utensilios de cocina formaban una crujiente y ruidosa alfombra que restallaba con cada paso. No quedaba una sola silla en pie, y sin embargo no parecía faltar nada. En el pasillo que unía las estancias principales de la planta baja, el escenario era muy parecido. Los cuadros estaban todos torcidos o arrancados de la pared, como si alguien hubiera estado buscando una de esas cajas fuertes empotradas y ocultas de las novelas de misterio. El contenido del paragüero estaba desperdigado por el suelo y ya se dirigía mi abuelo hacia el salón cuando algo llamó su atención por el rabillo del ojo. Una pequeña sombra se había movido con gran rapidez, cruzando el pasillo y entre sus piernas, hasta el salón. Intuyó que podría tratarse de la gata del profesor Howlet, Hiva, uno de esos odiosos gatos de Angora que son más pelo que animal. Corrió en pos de ella a fin de cogerla y evitar futuros sobresaltos, pero irónicamente, lo que encontró en el salón lo sobresaltó más aún.
Tendido en el suelo, boca abajo con la cabeza ladeada hacia la izquierda y una mueca de sorpresa en el rostro, yacía el cuerpo de Howlet, al que una bala en la cabeza le había arrebatado la vida. Su sangre se esparcía por la alfombra formando un charco húmedo y viscoso que aún estaba fresco. El terror embotó los sentidos de mi abuelo y debió gritar, porque al cabo de unos segundos el Profesor Falschtein ya estaba a su lado profiriendo exclamaciones de disgusto y lástima. Propuso llamar a la policía, pero mi abuelo le informó que hacía mucho tiempo que Howlet había desinstalado el teléfono mientras se sentaba en uno de los sillones del salón para recobrar la presencia de ánimo. La gata le saltó encima y se refugió en sus brazos. El animal estaba temblando y no dejaba de maullar, agradecida de encontrar una persona conocida después del poco caso que le prestaba su difunto dueño. Se notaba que el felino estaba traumatizado pues no dejaba acercarse a nadie más. Cuando Falschtein intentó acariciarla, Hiva bufó e incluso lanzó un zarpazo con la intención de herirlo. Mientras decidían qué hacer, mi abuelo paseó la vista por la estancia revuelta y le llamó la atención la cantidad de muebles rotos que había. Parecía que el profesor le hubiera presentado batalla a su asaltante, aunque fuera brevemente. Dos de las patas de una mesita de té habían rodado a través de toda la habitación hasta colarse por la parte de abajo de un sofá, que había sido rajado con una cuchilla, seguramente en el afán de los intrusos de encontrar lo que fuera que anduviesen buscando. Los marcos con las pocas fotografías que había en el salón de Howlet yacían ahora rotos o despiezados, los cojines vaciados, los aparatos eléctricos desmontados...
Observaba mi abuelo todo esto mientras acariciaba desinteresadamente a la gata que se refugiaba en su regazo, dejándose querer, tras el susto que había pasado. Y fue entonces cuando algo inesperado lo sacó de su estupor al enredarse sus dedos en el estrecho collar que la gata llevaba puesto -apenas un cordel de color blanco- y del que colgaba un pequeño objeto metálico que quedaba oculto entre su pelaje. Al observarlo con más detalle, se dio cuenta de que era una diminuta llave plateada, como de un armario o un escritorio, cuyas formas encontraba vagamente familiares, aunque en ese momento no habría sabido decir por qué ni mucho menos a qué mueble pertenecía.

- Mire, profesor -balbuceó mi abuelo mostrándole la llave al alemán, que estaba dando vueltas por la casa, en busca de alguna pista que pudiera arrojar alguna luz sobre aquel misterio-. ¿Cree usted que era esto lo que andaban buscando?

- Con el debido respeto, doctor Brighton -respondió aquel-, ¿ha visto usted el estado de la casa? ¿Cree usted que alguien que no tiene el menor reparo en destripar un sofá se va a andar preocupando de la llave de un escritorio?

A mi abuelo le pareció que aquello parecía tener cierto sentido, por lo que no insistió más en el tema, pragmático como era. No obstante, quitó la llave del collar de la gata y se la metió en el bolsillo de su chaleco, esperando quizá poder encontrarle una utilidad más adelante. El profesor Flaschtein, viéndolo aturdido por el descubrimiento de su amigo muerto, intentó animarle y le propuso salir de la casa e ir a dar parte inmediatamente a la policía. Además, el alemán no tenía modo de volver a la ciudad, ya que esperaba poder llamar a un taxi después de su entrevista con Howlet, así que se ofreció a conducir el Bentley de mi abuelo, si a éste le parecía bien. Por otra parte, mi abuelo seguía aturdido por la muerte de su amigo, y acariciaba a la gata de manera casi compulsiva, para calmar sus nervios. Sentado en el asiento del copiloto de su propio vehículo y mirando al infinito mientras recorría de vuelta el camino a Londres, su mente hiló pensamientos de una manera terrible y absurdamente paranoica y se acordó del telegrama que le había enviado el profesor Howlet a su casa de Dark Bridge. En el mensaje, mencionaba algo sobre un diario y que ellos querían arrebatárselo. Quizá el viejo profesor veía venir su propia muerte, como si hubiese sido anunciada por el zurrir de las zumayas, o una imaginaria banshee le hubiera cantado su funesto destino, y previéndolo le había designado secretamente como albacea de su legado. ¿Y si toda la paranoia de su exangüe amigo y colega hubiera tenido un tinte de veracidad? ¿Y si aquellos que querían su diario le hubieran interrogado y, al no conseguir una confesión, hubieran acabado con él para después registrar toda la casa? ¿Por qué era tan importante, de todos modos? ¿Qué podía haber escrito un historiador que atrajera a la clase de gente que va por ahí matando a otra gente? A no ser, claro, que fuera precisamente por eso mismo...
Con una mirada glacial y un tono de voz automático y sin modulación, mi abuelo pronunció las palabras que lo embarcaron sin remedio en el viaje más terrible que hombre alguno se haya atrevido a soñar, aunque, por supuesto, él en ese momento sólo sabía que había algo que tenía que recuperar y que no podía perder ni un instante. Y sabía exactamente dónde encontrarlo con una horrible certeza, pues había recordado de pronto a dónde pertenecía la pequeña llave plateada.

- El Museo Británico... lléveme al Museo, profesor Falschtein.


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