El Misterioso Caso de Charles Howlet: I

No hay cosa más piadosa en el mundo que la incapacidad de la mente humana para relacionar todo su contenido.
H.P. Lovecraft


Siento un especial apego por mi abuelo, Walther Joseph Brighton, al cual no llegué a conocer. La gente decía que era un loco, un ermitaño demente, un ser arisco y despreciable que no dejaba que nadie se le acercara.
Recuerdo que, de niño, las historias que oía sobre mi abuelo a las gentes de mi pueblo natal de Dark Bridge, Inglaterra, me llenaban de tristeza primero y de asco cuando atravesaba esa edad en la que los niños reniegan de todo, incluída su propia familia. Pero con el paso de los años, la repugnancia por mi demente antepasado dio lugar a una fascinación que no sabría explicar, pues, ¿qué pudo motivar su locura? ¿Qué pudo llevar a uno de los mejores lingüistas del Reino Unido desde el sillón de su despacho hasta aquel desván en una casa de campo, cuyas puertas y ventanas estaban clavadas con tablones, sólo para morir viejo, solo y alejado de su familia?
Me hacía estas preguntas mientras recopilaba sus papeles para investigar un poco más sobre su pasado con el fin de aclarar todas mis dudas acerca de él. Pero no podía imaginar siquiera que lo que iba a encontrar sería algo tan pavoroso que haría que yo mismo mirase ansioso la vieja casa de mi abuelo y desease correr a refugiarme en ella.
Lo que encontré me hizo descubrir que la sed de conocimiento puede ser igual o más letal que ponerse una pistola cargada en la sien.

En el año 1941, mi abuelo era profesor de filología en la Universidad de Londres, que gozaba del, aún por aquel entonces, dudoso honor de ser la primera universidad del país en admitir mujeres en sus aulas. Acababa de cumplir los treinta y cinco años y apenas si había salido del país en toda su vida. Era de los pocos que se habían librado de ir a ninguna de las dos grandes guerras mundiales, pues desde niño tuvo una ligera cojera que ningún médico fue capaz de corregir y que le impedía correr. Como se habrán imaginado, mi abuelo no fue un niño muy popular.
Durante la semana, vivía en un modesto apartamento en el número diecisiete de Cornfield Street que estaba a un par de manzanas de la universidad, ahorrándose así el tener que levantarse a las cuatro de la mañana para coger el tren a Londres desde Dark Bridge, donde residía normalmente durante las vacaciones y los fines de semana con mi abuela y mi padre, que en aquella época era un bebé de pocos meses.
Permítanme hablar un poco de mi pueblo natal que -aunque está indirectamente relacionado con el extraño hecho de que mi abuelo terminara abandonándolo, además de a su familia, para irse a vivir solo a una casa de campo, donde no pudiera escuchar el romper de las olas del mar- no deja de tener un cierto peso en mi memoria emocional, aparte de ser el lugar donde mi abuelo recibió la misiva que irremediablemente lo llevaría a los terribles descubrimientos que le hicieron perder la razón. Dark Bridge está situado en el estuario de la desembocadura del río Támesis, a tan sólo unas docenas de millas de Londres. El Mar del Norte talla con milenaria paciencia los acantilados que se extienden por todo el sureste, donde el ulular del viento contra la roca esculpida tararea su melancólica canción. En ocasiones, el viento del este solpa tan fuerte en la cima que ni siquiera un triste arbusto sobrevive más de una estación, por más enterradas que tenga sus raíces en la roca. Las madres no dejan que sus hijos jueguen cerca de allí, pues no son raras las historias de hombres que se asoman al desfiladero y caen, arrastrados por el viento, hacia una muerte segura donde los tiburones terminan lo que no acaben las rocas. Por supuesto, en aquella época, los cuentos sobre tiburones eran puro teatro para asustar a los niños; hoy en día se sabe que las especies de tiburones que habitan nuestras costas no son precisamente las más peligrosas para el hombre, pero aún así, es innegable el hecho de que a lo largo de toda la historia de Dark Bridge nadie que se hubiera despeñado por sus acantilados había sido rescatado con vida.
La casa de mi familia la había construido mi tatara-tatarabuelo, Bartholomew Richard Brighton en el año 1832, por lo tanto ya antes de la guerra que Hitler se empeñó en llevar contra el resto del mundo tenía más de cien años. Un tejado negro coronaba las maderas blancas que formaban su estructura colonialista, aunque decorada interiormente al más puro estilo neo-gótico, propio de la época. La casa estaba situada cerca de los acantilados, y desde su interior podía oirse cómo las olas se estrellaban insistentemente contra la superficie vertical de piedra y el susurro de la espuma residual al evaporarse, siempre que éste no fuera acallado por el violento ulular del viento contra las rocas.
Como ya he dicho, mi abuelo solía retirarse a esta humilde casita a disfrutar en sus vacaciones de la relativa tranquilidad de la que gozaban los habitantes de Dark Bridge durante la guerra. Y fue durante una de estas visitas cuando recibió un telegrama urgente de uno de sus colegas de la universidad, el Profesor Charles Howlet, que en aquel entonces era también el director de la Biblioteca Nacional Británica -más correcto sería decir que era el director de la National British Bibliography, que dependía del Museo Británico, pues la Biblioteca Nacional no se abriría como tal hasta 22 años después, pero me referiré a ella como la Biblioteca Nacional por razones de comodidad-. Recuperé el telegrama, que estaba guardado junto con las notas de su extraño viaje, y lo reproduciré aquí textualmente:

Necesito ayuda. STOP. Temo que quieren quitarme el diario. STOP
Venga cuanto antes. STOP. Sólo confío en usted
Firmado, Charles Howlet

Este críptico mensaje impulsó a mi abuelo a despedirse apresuradamente de mi abuela y de mi jovencísimo padre. Aunque mi abuela dijo que en aquel momento él estaba extrañado de lo que podía significar el mensaje del Profesor Howlet, sí recordaba que mi abuelo le había ayudado en alguna ocasión en sus investigaciones. El Profesor, por lo visto, era una eminencia en el campo de la historia sudamericana pre-colombina, fascinado, concretamente, por los mitos y las leyendas originarias de la Isla de Pascua. Por lo poco que recordaba mi abuela, Howlet había solicitado en algunas ocasiones la ayuda de mi abuelo para descifrar los símbolos de una escritura usada por sus antiguos habitantes, y que yo descubrí gracias a las notas de sus viajes, que se conocía por el nombre de rongorongo. Hasta la fecha, todos los intentos por descrifrarlo habían resultado fútiles, pero algo debían haber avanzado en el lapso de tiempo en que los dos trabajaron juntos.
Lo inquietante de todo aquello, era que el Profesor Howlet llevaba un tiempo comportándose de manera un tanto excéntrica. No solía ir al bar después del período de clases o tomar un café de media mañana con el resto de sus colegas, como solían hacer el resto de catedráticos de la universidad. Tampoco frecuentaba los clubes de caballeros ni los pubs. Parecía trabajar día y noche, encerrado en su despacho de la Biblioteca o bien en su casa de campo a unas millas de Londres, donde residía. Las pocas veces que se le veía en público, miraba constantemente a los lados y detrás suyo. Como si buscara insistentemente una prueba que delatara la inquietante presencia que sentía vigilándolo. Pasó del comportamiento taciturno a la más aguda paranoia en cosa de meses, al cabo de los cuales no salía en absoluto. Tampoco usaba el teléfono, por miedo a que estuviera intervenido, y sólo se comunicaba por correspondencia certificada o telegramas. Dejó de impartir clase, revisaba su despacho y su coche meticulosamente antes de utilizarlos y no comía nada que no hubiera preparado él mismo.
En esa tortuosa época suya, fue cuando mi abuelo recibió su telegrama. Y como ya he dicho, se dirigió sin demora, preocupado como estaba por la salud mental de su amigo, a coger el tren hasta Londres. Allí cogería su coche privado y se dirigiría hasta la casa de Howlet para saber qué le había sucedido y aclarar el significado de tan extraño y poco revelador mensaje.


No hay comentarios:

Publicar un comentario